7.15AM de la mañana. Llego a la oficina temprano. He tenido suerte y los enlaces de los diversos transportes que tomo para llegar al trabajo han sido rápidos. En menos de 35 minutos me planto en la entrada.
¡¡¡¡¡¡¡¡¡Bieeeeeeennnnnnnn!!!! – me digo.
Tendré tiempo para encender el ordenador con calma, ojear el periódico online, mirar mi correo personal y abrir el del trabajo sin prisa, pero sin pausa… ¡Ja! Pues sí que andaba yo errada…
Abro Lotus y aparece un nombre: William.
¡Ah, no! – me digo.
¿Qué querrá ahora? William es un tipo que trabaja en la misma organización que yo, con la estrella de que estamos en ubicaciones diferentes y nunca he tenido el placer de tratarlo personalmente, excepto por unos cuantos intercambios de misivas oficiales.
Ya desde el primer día me cayó gordo, como un peso plomo.
¡Menudo subnormal! – pensé.
Hay que ser gili…y se me ocurren mil cosas. Recurriendo a las enseñanzas que mi progenitora y amiga me inculcó desde pequeñita, decido
respirar hondo y contar hasta 10 (que se hace eterno, lo juro) y no decir nada. Incluso le digo (imbécil de mí) que disculpe si en algo lo he ofendido. Ni contesta el muy idiota. Aggggggghhhhhhhhhh. Pero sigo en mis trece (que ya no son diez): 1-2-3-4… y la cuenta sigue.
Intrépida yo, abro su correo y ¡bingo!, entro al trapo. Decido llamarlo.
Alooooooooo – digo en tono falsete.
¿William…? Soy Fulanita de la oficina de tal y cual. El muy
cretino (llevo cuatro párrafos pensándolo y conteniéndome, pero no aguanto más) se lanza a mi yugular. 1-2-3-4… inspiiiiiiiiiiiiira, expiiiiiiiiiiiiiiiira, inspiiiiiiiiiiiiiiiiira, expiiiiiiiiiiiiiiiira. Consigo soportar estoicamente sus impertinencias. ¿Pero realmente debo…? Me asalta la duda.
Sea como fuere, hoy he logrado no sacar los pies del tiesto y no devolverle un derechazo en plena mandíbula, que francamente se lo merece. Recuerdo que mi madre me repetía sin cesar cuando era pequeña y dejaba estallar mi ira como una granada:
“Si tenías razón…, la has perdido”. Y cada vez que voy a arremeter contra mi oponente virulentamente, me viene la frase a la memoria.
El pobre William no ha tenido la suerte de tener una mamá como la mía y la vida, las circunstancias o una simple predisposición genética le han llevado a convertirse en un ser miserable, mezquino, maleducado, impertinente y cretino. Pensándolo bien, hasta me da pena. ¡Qué horror vivir con uno mismo siendo así!
Aunque Dios aprieta, pero no ahoga. Al cabo de una hora entra Flavio en la oficina y se deshace en halagos por nuestro trabajo. Una de cal y otra de arena. Supongo que la realidad no es ni una ni otra, sino un término medio. ¡Pero qué fácil serían las cosas sin los Williams-cretinos de turno…!